Las calles de París eran mías; mi territorio, en octubre de 1936. Epoca de otoño, los calurosos días de verano habían pasado y la suave brisa fría auguraba un invierno riguroso. La vida transcurria en las calles. No había problemas, solo correr, jugar, y cantar. Era feliz.
Una vez caminando, llevando botellas de miel -comanda de mamá- , y mientras se me caía el pantalón apenas ajustado por un cinturón viejo de papá, vi al fotógrafo. Joven, estrafalario, de ojos claros y pelo rubio, no muy alto, chaqueta color caqui y muy flaco. No supe su nombre, pasaran muchos años antes de saberlo. Las fotografías con cámaras móviles no eran comunes en esa época, menos que te sacaran una foto en la calle. Otros niños miraban, envidiaban sanamente, hubieran querido estar en mi lugar. Y en un instante, tomó la foto.
Pasó el tiempo, también la guerra. Cuanta hiel amarga consumida en esos tiempos, muerte, destrucción y horror. Un largo y único invierno hasta que por fin llegaron las miserias de la recuperación. Luego, la batalla perdida de poder olvidar y tratar de ser feliz.
Hoy, París es otra, distinta, no más mi territorio. Los turistas, sus nuevos dueños, disfrutan de monumentos, viejas glorias y ensueños. Hoy, Henry Cartier Bresson, el primer fotógrafo que muestra el valor del instante.
