Era una vez un bosque hermoso. Si bien tenía claroscuros, la naturaleza había sido pródiga con pastos y plantas alimentadas por abundantes lluvias y ríos torrentosos de estación. Su extensión cubría muchos kilómetros y en su seno albergaba una enorme variedad de animales. Ubicado en una zona de latitud media; tenía inviernos fríos y veranos calientes, pero ambos soportables. Con primaveras de brisas suaves y otoños dorados, sin dudar, el otoño era la estación más agradable.
Sin embargo, el bosque había cambiado en los últimos tiempos. El león llamado “El Grande” había muerto y su hijo era temido y odiado por su soberbia e injusticia. Solo atendía a serpientes, ratas y otros depredadores que lo adulaban y nunca decían la verdad.
Los cóndores y águilas, soñadores y filósofos, encerrados en sus nobles pensamientos, vivían en otro mundo. Si bien sus ideas estaban orientadas a mejorar la justicia, la educación y generar bienestar para todos, quizás, volaban demasiado alto y no sentían el calor y el frío de la vida en el bosque.
Por su lado, ardillas y hormigas construían diques para guardar el agua, copiosa en verano y escasa en invierno. Vivían con su carga a cuestas, con sus horas entretenidas en el día a día.
Otros animales, sobre todos los monos, perspicaces y avivados, vivían discutiendo sobre cómo distribuir los frutos del bosque y pasarla mejor. El rey, cansado de ellos, de sus ironías y burlonas risas, les prohibió tener descendencia y los amenazó con matar a sus nuevas crías.
Uno de ellos, Fausto, era un mono simpático, pícaro y comprador. Un buen comerciante de sus alegrías y fantasías. Solo se entristecía cuando le robaban su comida. Pero ello no impedía su inclinación a la conquista y el amor. Con Hilda, una de las monas más lindas, había tenido un hijo. Pasaron unos días, hasta que una rata arpía, enemistada y peleada con Fausto, lo acusó al Rey. El Rey León se sintió desobedecido y enojado conminó al pobre mono al desprecio y la cárcel. También mandó al temible leopardo a matar a su hijo. Y este, sin titubear, lo hizo.
Algunos de los animales del bosque temiendo se manifestaron. La jirafa, los búhos y las lechuzas comentaban lo sucedido. Otros, como las gacelas, conejos, sapos y teros, trataron de pasar desapercibidos a los ojos del monarca desde entonces. Pero las ratas rieron y se burlaron, no solo de Fausto, sino de todos los animales. Sabedores de su poder al abrigo del Rey, osaron burlar al cóndor.
Fausto, el mono, al fin salió del presidio, y como eterno amante, embarazó de nuevo a su amada Hilda. Y se repitió la historia; la rata lo acusó ante el despiadado rey y esta vez el leopardo mató a la mona preñada. Mientras tanto, Fausto fue sometido y encarcelado de nuevo.
Desesperado, con las venas hinchadas de odio, con un ardid pudo salir de su encierro y logró escapar del presidio. Sin embargo, la red de ratas –que estaba en todas partes– rápidamente descubrió el lugar donde Fausto estaba escondido. Nuevamente, la arpía rata le indicó al rey la ubicación del mono fugitivo, y el soberano mandó al leopardo a matarlo. Sin mucho más trámite, el felino lo buscó, lo encontró y lo mató.
Las ratas volvieron a reír de los pobres monos y también de los otros animales. Pero esta vez, todos se rebelaron. Tomaron conciencia y se sintieron individualmente amenazados.
El búho fue uno de los más conmovidos, y le contó al cóndor la tragedia con lujo de detalles. El ave se indignó, salió al fin de su mundo, y valeroso, en un ataque de furia y descontrol, buscó a la rata arpía y la asió con sus garras sin preguntarle si quería volar. Asustada, la rata chillaba, y su pequeño hocico emitía un sonido insoportable que se escuchaba a la distancia. Sus ojos bailaban sin cesar, desorbitados. Sin embargo, de a poco, muy de a poco, fue callando y calmaron sus ojos.
La rata arpía no creía lo que veía, estaba maravillada con el mundo desconocido que aparecía ante sí. Sintió por primera vez el bienestar de la bondad y la contemplación de la belleza de los cielos. Pero cuando comenzaba a disfrutar y empezó a reconocer sus errores, ya era tarde. El rey de los cielos la había soltado.
Ante el cadáver de la rata muerta, los monos se miraban y asentían. Se había hecho justicia, por fin había muerto la arpía rata, su principal enemigo.
Enterado el rey León del hecho, no se atrevió a decir nada. Notó el bosque sublevado y advirtió que tenía a la mayoría del reino animal en su contra. Tuvo miedo del poder de los cielos y del cóndor. Cambio su parecer y no dudó; mandó al leopardo a perseguir a las ratas.
Se cuenta que felinos y su descendencia fueron los peores enemigos de los roedores desde aquel día para siempre.
Lindo cuento con algunas connotaciones de la realidad humana, sin duda. Te felicito, muy bonito. Un abrazo amigo.
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Y que decir, una vez mas José nos deleita el espiritu, hoy con una incursión literaria, ayer fue con una pintura. Entrañable amigo el recuerdo de siempre. Beto
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