Saqueo a la esperanza (cuento)

La negra estaba jodida. Venía clueca: había quedado viuda en diciembre del año pasado, la gota la tenía mal y no se cuidaba. Con los dedos de los pies hinchados, caminaba cada vez menos por el dolor. Tenía dos hijos, uno casado que había abandonado la villa y  el Seba, el más chico y preferido, que vivía con ella. Madre e hijo tenían una casa en Villa Libertador. El muchacho era vago y nunca quiso estudiar. Novio eterno, la negra quería verlo casado. Repetía que era su último deseo antes de acompañar a su marido en el cementerio.
En esos días, la Susi –novia del Seba- le había prometido cumplir el deseo de su madre. Siempre había dicho que no creía en el matrimonio, pero esta vez cedía a cambio de que él participara de la “vendetta al peluquín”. Su jefe le había prometido que, si cumplía con el operativo, ella manejaría la distribución del “paco” en la zona.

El termómetro marcaba treinta grados a las seis de la tarde en Nueva Córdoba. Un barrio de la capital que, como tantos otros, estaba tratando de cerrar el complicado año. Sin embargo, en la zona, la gente tenía esperanzas de buenas nuevas. El verano se presentaba lluvioso y bueno para la soja, con menos posibilidades de incendios y perspectivas interesantes para el turismo en las sierras. Ya se andaba con ropa ligera y sandalias. Se venían las fiestas y, sobre todo, las vacaciones estaban cerca.

Don Félix no vivía en el barrio, pero tenía un poli-rubro en la calle Pueyrredón, cerca de Plaza España. Toda la mañana había estado llamando al gordo de ARCOR. Se había cansado de llamarlo. El gordo era simpático, pero no respondía. Le había prometido que tendría el pedido antes de fin de mes. Le perjuró que el veinte tendría el encargo, pero eran principios de diciembre y el camión aún no llegaba. Tenía poco y nada en las góndolas  y era la época de más venta. Principio de mes, fin de año y las despedidas de los estudiantes; todo daba para que el pan dulce se vendiera como agua.

A las tres de la tarde se pudo comunicar.

–Mirá, gordo. Me he cansé de llamarte. Además de gordo, sos un negro chanta. Voy a acusarte con tu jefe, me tenés harto. El flaco del frente está vendiendo como loco y yo, como un boludo, haciéndome la paja  ̶ se oyó en el Blackberry del gordo.

–A las cinco está el camión, viejito. Yo mismo estoy repartiendo –dijo el vendedor por el teléfono, mientras Don Félix refunfuñaba.

El gordo era un buen empleado. Vendía a la madre si lo dejaban, pero hacía poco que se había divorciado y andaba mal. Se olvidaba de pasar los pedidos. Para él no existía el stock y vendía lo que el distribuidor no tenía. Pero esta vez, no mentía; estaba en el Ford distribuyendo y tomando los pedidos de Reyes.

Cuando llegó al negocio y empezó a bajar los panes dulces, Don Félix se olvidó de todo; le ofreció mate. Él y el gordo se pusieron a charlar, hasta se contaron sus vidas. Después, el viejo abrió una sidra hasta que, apurado por el chofer, siguió con el reparto.

El Seba estaba loco. Tenía picazón y calor cuando se tomó la segunda cerveza, no le gustaba nada lo que tenía que hacer. Él la jugaba solo o con “el cabeza” cuando iba a chorear en la moto. Sabía cómo agarrar a las viejas, reducirlas y sacarles la cartera. Lo hacía limpito, mutis por el foro, y sabía rajar de la yuta. Pero esto era diferente.

Sin embargo, promesas son promesas y la vieja era la vieja. No le gustaba lo que hacía la Susi, pero ella le tiraba merca y le bancaba los extras. Tenía que hacerlo y, entonces, subió de mala gana a la moto.

El que dirigía era el Darío –alias “el monstruo”-. Un flaco de mierda, pero que de esto sabía; lo había hecho varias veces en Buenos Aires. Tenía una Honda 135, más rápida que su moto, que había robado en la “Capi”. Era seis motos juntas que, cuando hacía sonar los motores, daba miedo. La cana no estaba. La cancha estaba liberada y sabían que no pasaba nada. Ellos rompían las vidrieras y la “gilada” venía por atrás y saqueaba.

Don Félix fue la segunda víctima. Cuando se bajaron, rompieron los vidrios de la vidriera y abrieron de par en par las puertas. Los de adentro se asustaron, algunos clientes se fueron. Las cajeras se refugiaron en los baños. El único boludo que se quedó ahí fue Don Félix, pero lo golpearon y lo dejaron fuera del juego. Afanaron Fernet, Coca, y la guita de las cajas. Al rato, se sumaron los del barrio, que andaban a pata, e hicieron el resto. Adiós al pan dulce.

Fue por la radio que el gordo de ARCOR se enteró de los saqueos. Pensó en Don Félix y decidió volver. Al final, se habían hecho amigos y era como un padre. Cuando quiso entrar, salía el Seba.

–¿Qué hacés, Seba? Dejate de joder, esto es una mierda. ¡No podes estar acá, culeado!

–Dejame pasar, gordo. No te metás. La vieja me quiere ver casado. Correte, te digo ¡Correte, carajo!

El gordo de ARCOR lo sirvió y el Seba trastabilló y cayó. Cuando estaba en el suelo, apareció el viejo Félix con un chumbo. El gordo se dio vuelta y le dijo:

–¿Qué hacés, viejo? ¿Estás loco?   ̶– Pero Don Félix vio al chorro indefenso en el suelo y le disparó. El gordo rompió en llanto y se abrazó al cuerpo del  Seba.

–¿Quién es el pendejo? – preguntó Don Félix.

–Mi hermano. ¿Se acuerda? Hoy le conté, es el que vive con la vieja, el vago que no estudió.

Y salieron juntos rumbo al hospital, hermanados de nuevo por la desgracia.

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