Q4 era el nombre de la chancha

Helicóptero sobre el hielo antártico.
Helicóptero sobre el hielo antártico.

—Q4, Q4…, Q4 —Alfonso Pray gritaba sobre el micrófono de la radio; mientras, Pardina lo acompañaba  dentro de la carpa a su lado. Yo estaba preocupado, tratando de entretenerme y de no volverme loco. Me alejé del refugio; sabía que la radio no andaba. Pero decirles la verdad, era matar la esperanza.

Frío. Hacía mucho frío, calaba los huesos. Estábamos al sur de la “Gran Grieta” y de la base Belgrano, la más austral de la Antártida Argentina; la última antes de llegar al polo. La base estaba ubicada sobre la barrera de Filchner, frente al océano Atlántico. La Barrera es una plataforma de hielo flotante de varios cientos de metros de espesor constantemente alimentada por los hielos que descienden de la meseta polar. La temperatura exterior era de 15 grados bajo cero y un sol, apenas tibio, giraba en verano siempre sobre el horizonte. Posición geográfica: 77 grados latitud sur, 38 grados longitud oeste.

—Q4, Q4…, Q4 —seguían diciendo. La frase repetida una y otra vez me taladraba la cabeza.

Alfonso tenía alrededor de 60 años, quizás, un poco más. Geodesta idóneo, estaba de vuelta de la vida. Días antes, en el rompehielos, me había contado de sus hijos y nietos. Pardina, más joven, era ingeniero; estaba casado y con hijos. Yo, soltero, apenas recibido de agrimensor, sin nada que perder. Todo para mí era aventura y juventud: inconciencia supina. Los tres formábamos el grupo y estábamos estudiando el movimiento de los hielos por medio de mediciones que se repetían todos los años. En especial, estudiábamos el bloque de hielo donde estaba asentada la base Belgrano. Ella estaba amenazada por la Gran Grieta, que ya tenía unos kilómetros de ancho. La apertura paulatina de sus labios, si continuaba, ocasionaría que el bloque de hielo donde se asentaba la base, saliera a flotar por el mar. Teníamos que anticipar el suceso y dar una probable fecha del desenlace.

El helicóptero nos había dejado hacía tres días en la parte sur de la Grieta. Cuando arribamos al lugar de trabajo, pese a las advertencias de seguridad, bajamos la mitad de las cosas. El frío y la nieve suelta se arremolinaban por el viento generado por las aspas del helicóptero y traspasaba los abrigos. El motor del helicóptero no se podía apagar. Por el frío, se corría el riesgo de no volver a arrancar. No aguantábamos más, nuestras manos y caras estaban congeladas.  En unas horas, terminamos los trabajos de medición sin complicación. Habían durado cuatro horas y estuvimos otras dos estuvimos haciendo cálculos y comprobando. Solo quedaba, que el helicóptero nos viniera a buscar.

—Q4, Q4…, Q4 —no cesaban de llamar.

El sonido de las palabras era claro en el silencio de la inmensa soledad de la helada llanura blanca. También era claro el peligro que corríamos sin comida. Sin alimento, poco podíamos durar.

Habían pasado tres días después de haber terminado el trabajo y seguía el mal tiempo. Nadie contestaba las llamadas de radio de mis compañeros, básicamente porque el aparato había dejado de funcionar. Ellos infructuosamente trataron de arreglarla e insistían. Para distraerme, busqué comida de años anteriores alrededor de la torre de medición. Tuve suerte: hallé varias cajas intactas. Ahora podíamos aguantar, al menos, dos semanas más. Chocolate, leche en polvo, galletas, caldos, y elementos de cocina formaban parte del botín.

Esa tarde tomamos un buen café con leche. Fue la misma tarde en que oímos el ruido del helicóptero sobre nuestras cabezas, pero seguía el mal tiempo. Había blanqueo, una especie de neblina espesa de color leche. Imaginé que el helicóptero no había podido bajar. No sabíamos si nos habían visto. La comunicación de radio no existía.

La “Chancha”, –así llamábamos al rompehielos General San Martín (ARA)–, tenía que volver al continente. Terminado el aprovisionamiento anual de la base; los hielos podían encerrar al barco e impedir su vuelta al mar. Durante 20 días al año podía entrar a la costa de la barrera, cerca de la base Belgrano. Habían pasado 25 días. El comandante no arriesgaría el barco por esperarnos. Si no nos venían a buscar, teníamos un año por delante. La gente de la base, por tierra, lo haría en snowcat , pero, tardarían semanas en llegar.

—Q4, Q4,…, Q4 —Alfonso se había cansado; ahora se oía la voz de Pardina clamar.

Día y noche eran iguales, con el sol  girando sobre el horizonte. Solo el cansancio del cuerpo marcaba la diferencia. Las agujas señalaban que había pasado una noche y otro día más.

—Q4, Q4,…, Q4 —ahora se oía de nuevo la voz de Alfonso. Era su turno. Q4 era el nombre en clave de radio de la “Chancha”.

Por fin, al quinto día mejoró el tiempo. El sol se veía sobre el cielo azul celeste y ya no era una mancha brillante sobre el blanco panorama de la neblina. Pudo llegar el helicóptero. El viento frío, proveniente de las aspas, azotaba nuestros cuerpos, pero ahora la helada sensación era una buena noticia. Juntamos nuestras cosas y los instrumentos de medición y rápidamente subimos a la nave. A la hora, aterrizamos sobre el barco en navegación. Nos habían rescatado. Fue el último viaje de los helicópteros y enseguida fueron guardados en el hangar. No podían volar más hasta llegar a otra costa. El rompehielos avanzaba rumbo al norte y volvíamos a casa.

Q4, Q4…, Q4… Por siempre seguirá sonando en mi cabeza el recuerdo de aquellos lejanos días de Antártida.

Pasados los años, la base fue reemplazada por la  Belgrano II en otro lugar, y también el Q4 fue desmantelado y reemplazado por otro barco.

Los hechos relatados ocurrieron en la campaña antártica de verano, un enero del año 1974.

Helicóptero aterrizando en la cubierta del Q4
Helicóptero aterrizando en la cubierta del Q4
JMC en Antártida
JMC en Antártida

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