Cuello Clerical

Pablo Costa salió del Episcopado; el aire estaba fresco y, encandilado por el sol del mediodía, miró a su alrededor sin ver. Bajó las escaleras y una mujer de edad avanzada lo saludó en forma protocolar.

—Buen día, padre —le dijo.

Él no contestó, bajó la cabeza y escuchó cómo, en su mente, sólo se repetían las palabras del obispo. Siguió con la vista a la mujer que lo cruzó, pero no dijo palabra. A punto seguido, desabrochó el cuello clerical que lo identificaba como cura y aflojó su camisa. Ya era uno más que caminaba por la avenida Irigoyen.

Matilde salió del confesionario; se sintió aliviada, decidió rezar la penitencia en los bancos de la fila derecha, justo frente a la quinta estación del Vía Crucis. Arrodillada, miró al cielo y sintió emoción. Las palabras del sacerdote habían sido perfectas para liberar la aflicción provocada por sus culpas de joven creyente. Ella lo admiró y quedó embobada, su boca abierta daba muestra de sus sentimientos, sus mejillas se ruborizaron y se dibujó en su mente el rostro del hombre que la había confesado. El nombre ´Pablo´, del joven sacerdote, quedó grabado en su corazón.

Luego de misa,  decidió ir a la casa de Romina que lo había llamado con insistencia. Ella lo recibió esperanzada, sabía de la visita al Episcopado y esperaba que la decisión del obispo hubiera sido favorable a sus planes. Pablo no contó nada de la entrevista, arguyó no tener tiempo. Como excusa, dijo tener que ir al confesionario con prontitud, ya que el párroco lo había llamado por teléfono para que lo ayudara. Al otro día era Pascua y había mucha gente en la Iglesia. Romina lo miró fijo, aceptó que no le contara, pero sus ojos se nublaron por sus lágrimas. Él tomó unos papeles que necesitaba y se fue.

Cuando llegó, había varias personas esperando en el confesionario de Pablo. Matilde era la tercera en la fila. Esta vez no tenía pecado alguno, sólo quería tener un encuentro con el joven sacerdote e inventó algo para confesar. Al terminar de confiarle sus falsos pecados, tomó coraje y le insinuó su deseo de estar con él. El cura la invitó a tomar un café al día siguiente en la confitería de Coronel Díaz y Santa Fe, a cuadras de la iglesia.

Matilde llegó primero, pidió un cortado y cuando el mozo le servía, Pablo se juntó con ella y también pidió café. Ella le contó de su vida, algunas historias y le dijo que si bien era difícil la situación porque era la primera vez que salía con un cura, se había sentido muy atraída por él. Pablo comentó que no podría mantener esa conversación en el bar y sugirió ir a otro lado. Ella le ofreció su departamento.

Al día siguiente, Pablo recibió infinitos mensajes en su celular de Romina que nunca respondió. El último lo intranquilizó. Tenía que ir a su casa, sí o sí, la situación no daba para más. Cuando llegó, ella lo maltrató por no haber respondido sus mensajes. El  sacerdote no contestó los agravios pero se vio obligado a contar de la reunión con el obispo y  ella se mostró desconsolada al saber que le habían denegado el permiso para dejar el clero. Pablo había mentido varias veces antes y ahora había inventado un motivo nuevo:  le dijo que su reemplazo llegaría en tres meses más y que su superior le pedía que esperara hasta su llegada. Furiosa, ella amenazó con el aborto si no dejaba los hábitos. Pablo no contestó, no tenía respuesta y dejó el lugar.

Días después, el secretario del obispo llamó al cura temprano. Él estaba dormido cuando levantó el celular para atenderlo.

—Padre Pablo, monseñor quiere verlo esta tarde a las cinco, venga sin falta —dijo en tono imperativo.

Cuando arribó, el Episcopado estaba vacío, el último empleado había salido unos minutos antes. Tocó el timbre y lo hizo entrar el portero. Subió por las escaleras a la secretaría del obispo, pero no encontró a nadie. Entonces, vio entornada la puerta que daba al escritorio. Golpeó. Su jefe le dijo que pasara.

—Pablo, he pensado mucho su caso. Entiendo que usted no tiene remedio, pero para que pueda seguir con su vida que, dicho sea de paso, es vox populi, debe irse a ejercer su ministerio fuera de la ciudad. Existe una vacante en Villa Totoral. Creo que será un buen destino para usted. Entiendo de su arrepentimiento, de la confesión de sus errores, pero no puedo ayudarlo más. He tenido varias denuncias por su accionar —dijo el prelado —. Romina es hija de un amigo, el diputado Iroz Padilla, y me ha dicho que ella está dispuesta a todo. Incluso al aborto, si usted la abandona. Esperemos que Dios nos ayude y esto no ocurra. Usted debe dejarla y concluir con el tema.

Pablo asintió, ya no tenía más alternativas ante el enojo reiterado del obispo. Lo saludó y salió. Bajó las escaleras de la casona del arzobispado y, segundos después, estaba en la vereda caminando. El aire estaba fresco, se sacó de su camisa el cuello clerical. Pablo era uno más que caminaba por la avenida Irigoyen

—Adiós, padre —saludó una joven bonita que lo reconoció.

—Hola, muchacha. ¿De dónde la conozco? —respondió Pablo y se pusieron a conversar.

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