El barquillero de la plaza Mitre

Pilotino era especial, simpático, con una sonrisa fija en sus labios. Siempre se lo veía corriendo o saltando. Me saludaba cada vez que pasaba por el frente de casa. A veces, frenaba su andar y me daba un caramelo. Entonces, me hablaba de picardías y travesuras en la escuela. El niño había logrado ganarse mi cariño.  Mi mirada se perdía buscando su figura si no pasaba, lo extrañaba.

Mi nombre es Pablo J. Granados. Mis nietos me dicen “abuelo”. Cuando vienen a casa los llevo a la plaza Mitre a jugar y potrear. El lugar ofrece juegos hermosos para chicos. Desde una pileta muy grande para que los barcos a vela salgan a navegar en un mar de agua dulce, hasta la calesita de la tarde. Hamacas, subibajas, columpios completan la oferta de juegos. Plantas y flores de estación invitan a sentarse en los bancos a descansar. Sus cuatro manzanas están repletas de viejos pinos marítimos que entregan sombra fresca cuando hace calor. Si uno está en el centro de la plaza, parece apagarse el ruido de la ciudad. Uno se siente en un mundo aislado del paso del tiempo.

Cuando llevo a mis nietos resulta inevitable que vengan a pedirme que les compre barquillos. Un abuelo como yo, quizás de mayor edad, tiene un quiosco ambulante que los vende en la esquina sur de la manzana norte. Los barquillos son riquísimos y además, don Pepe, cuando uno compra, hace girar una especie de ruleta casera. Una flecha con punta de goma gira con fuerza dando vueltas alrededor de un eje central. Pasan los números uno, dos y tres entre topes de hierro que generan un ruido característico hasta parar. Si uno tiene suerte y la flecha está en el número más alto, uno paga uno por tres. En nuestras manos, los barquillos –crujientes y tostados, dulces como la miel, de superficie cuadriculada– de receta secreta llenan de gusto nuestra boca y  ensucian inevitablemente lo que tenemos puesto.

Pilotino siempre compraba barquillos a don Pepe, sacaba un peso de su bolsillo y se lo alcanzaba al viejo que –por arte de magia– premiaba al niño. Si no sacaba tres y el número era uno, le daba un cubanito relleno de dulce de leche como premio consuelo . Sin embargo, una tarde Pilotino pasó cerca del vendedor de barquillos, lo miró y siguió sin comprar. Don Pepe lo llamó y le ofreció uno gratis. Pilotino le dijo que no. Lo miró de frente y con desprecio, escupió al suelo.

Pasaron los días y observé que se repetía la misma escena. Ahora, el niño triste evitaba el lugar. Tampoco pasaba frente a casa a ofrecerme caramelos. Era como si tuviera vergüenza o estuviera lastimado. Su mirada transmitía un dolor interno.

Esa mañana, el verdulero estaba insoportable: la noche anterior, Boca le había ganado a River y no paraba de gastarme. Doña Juana, fanática de Boca, se prendió de las ironías del verdulero y se reían juntos de mi vocación por las gallinas. El sol brillaba sobre la fruta y verdura, el aire estaba fresco y todos disfrutábamos de sólo estar. Fue cuando la vecina contó la historia que me aclaró todo. Ella me dijo:

–¿Sabe don Pablo lo que le pasó a la familia Argüello?

–No – Contesté.

–Arguello, el padre de Pilotino –dijo en voz baja, tratando de que nadie pudiera oír.

–No, no sé, doña Juana, ¿Qué pasó? –pregunté, ansioso.

–Parece que Arguello está preso. Lo acusaron de robar en el casino. Era crupier, trabajaba en punto y banca. Lo descubrieron haciendo trampas con otro –dijo la mujer y agregó:

– Notaron algo raro en su mesa de juego, lo siguieron y lo descubrieron. El jugador que fungía de socio es don Pepe, el barquillero de la plaza Mitre, pero él se salvó. No lo pudieron acusar por tener suerte.

–¡Qué noticia, doña Juana! –comenté, con asombro.

Al otro día llevé de nuevo a mis nietos a la plaza. Los juegos seguían haciendo las delicias de los niños. Se oían gritos y algarabía. Busqué con insistencia la figura de Pilotino y lamenté que el alegre niño ya no formaba parte de la plaza.

Pasó un mes y días cuando la revancha llegó: tres a dos River le ganó a Boca en el campeonato de verano. Fue cuando, tratando de cambiar de tema, doña Juana se acercó y me comento:

–¿Se acuerda de la familia Argüello, los padres de Pilotino? Se fueron del barrio. Parece ser que la señora no pudo pagar el alquiler.

Desde aquellos años del sesenta, el mundo ha cambiado. Don Pepe murió y la costumbre de vender barquillos se fue perdiendo. La calesita no funciona más y lanchas a motor cruzan el mar dulce de la pileta.

Un día, cuando cruzaba la plaza Mitre para ir a cobrar la jubilación, un joven muchacho me ofreció barquillos. Me dijo que hiciera girar la ruleta y si sacaba tres, me daba un cubanito. Le compré pensando en los hijos de mis nietos. Me pareció conocido y le pregunté su nombre. Me dijo:

–Don Pablo, mi nombre es Pilotino.

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