Adjunto les comparto una nueva versión de un cuento anterior que supe escribir denominado «Cuello clerical».
Al final del texto adjunto un archivo PDF del mismo cuento para los que lo quieran bajar.
Cuello clerical
Pablo Costa salió del Episcopado; el aire estaba agradable, la luz del sol generaba altos contrastes entre las luces y sombras. Encandilado por el sol del mediodía, se puso los anteojos negros y miró sin ver a su alrededor. Bajó las escaleras y una mujer de edad avanzada lo saludó en forma protocolar.
—Buen día, padre—le dijo ella.
Él no contestó. Bajó la cabeza, siguió caminando y escuchó cómo solo se repetían en su mente las palabras del obispo. Siguió con la vista a la mujer que lo cruzó como un gesto de reconocimiento pero no le dijo palabra. A punto seguido, desabrochó el cuello clerical que lo identificaba como cura y aflojó el botón superior de su camisa. Ya era uno más entre los caminantes de la avenida Irigoyen.
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Matilde salió del confesionario y se sintió aliviada; decidió rezar la penitencia en los bancos de la fila derecha, justo frente a la quinta estación del Vía Crucis. Arrodillada, miró al cielo y sintió el alivio del perdón que da la fe. Las palabras del sacerdote habían sido perfectas para liberar la aflicción provocada por sus culpas. Ella era joven, una linda morena, creyente, de educación tradicional propia de hija única de padres mayores que pasaba por un momento de transgresión. Estaba cambiando los valores inculcados por una vida mas libre, atender a su cuerpo que le gritaba, aunque el sentido de culpa persistiera y luego la abrumara. En el acto de confección admiró al confesor y quedó embobada, su boca abierta daba muestras de sus sentimientos, sus mejillas se ruborizaron y se dibujó en su mente el rostro del hombre detrás de la sotana. El nombre “Pablo” del joven sacerdote, su voz amable, su comprensión y sus ojos claros tras las rejillas de bronce del confesionario quedaron grabadas en su corazón.
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El sacerdote, luego de misa, decidió ir a la casa de Romina que lo había llamado con insistencia. Ella estaba en su primer mes de embarazo, no se le notaba, había aumentado levemente de peso y lo recibió ilusionada. Por su padre sabía de la visita de Pablo al episcopado y esperaba que la decisión del obispo hubiese sido favorable a sus planes. Pero, él no le contó nada de la entrevista y arguyó no tener tiempo para seguir conversando. Como excusa dijo tener que ir a la iglesia con urgencia porque el párroco lo había llamado para que lo ayudara con los oficios religiosos. Se conmemoraba pascua al otro día y había mucha gente en el confesionario. Romina lo miró fijo, asintió que no le contestara, pero sus ojos se nublaron por unas leves lágrimas. Pablo tomó unos papeles y se fue.
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Cuando llegó, había varias personas esperando frente del confesionario. Matilde, nuestra joven creyente, era la tercera en la fila. Esta vez, no tenía ofensa para manifestar, sólo quería tener un nuevo encuentro con el joven sacerdote e imaginó pecados creíbles de contar. Al terminar de confiarle sus malas obras, tomó coraje y le insinuó su verdadero deseo. Ella sólo quería estar con él. El cura rápidamente interpretó el mensaje tras el relato y la invitó a tomar un café al día siguiente. Lo harían en la confitería “San Martín” de Coronel Díaz y Santa Fe, a pocas cuadras de la iglesia.
La “San Martín” estaba repleta, había que levantar la voz para ser escuchado sobre el ruido intenso del cuchicheo de los clientes. Matilde llegó primero, esperó unos minutos que se vaciara una mesa y pidió un cortado. Cuando el mozo le servía, llegó Pablo, la buscó entre las mesas, la ubicó, se unió con ella y pidió otro café. Ella le contó su vida, algunas historias de familia, algunas ocasiones incómodas por acoso laboral de un antiguo jefe pícaro y otras cosas más. Luego agregó y le dijo a Pablo que si bien esta situación era difícil para ella –era la primera vez que salía con un cura– se había sentido atraída por él, hoy quería ser coherente y eso era lo que valía para ella aunque luego se arrepintiera. Él poco dijo, solo escuchaba, solo comentó que no podría mantener esa conversación en la confitería y sugirió ir a otro lado, que sería mejor ir un lugar mas privado. Fue entonces que ella le ofreció ir a su departamento de estudiante.
Esa tarde prohibida de Pablo y Matilde fue gloriosa. Inolvidable para los dos. La juventud de esos cuerpos desbocados obligaba a taparse mutuamente sus bocas ante las delgadas paredes de los modernos departamentos diseñados para estudiantes.
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Al día siguiente, Pablo recibió en su celular infinitos mensajes de Romina que no respondió. Pero, el último lo intranquilizó, sacudió su cuerpo, el mensaje decía: “Tenés que venir a casa, sí o sí, la situación no da para más, estoy desesperada y con ganas de hacer locuras”. Cuando llegó, ella lo maltrató por no haber respondido sus mensajes. El sacerdote no contestó los agravios, pero se sintió obligado a contar sobre la reunión con el obispo. Romina se mostró desconsolada al saber por boca de Pablo que le habían denegado el permiso para dejar el clero. El sacerdote había mentido antes y ahora había inventado un motivo nuevo: le dijo que su reemplazo llegaría en tres meses y que su superior le pedía que esperara hasta su llegada. Sin esperanza, no le creyó, y furiosa ella lo amenazó con el aborto si no dejaba los hábitos inmediatamente. Pablo no contestó, no tenía respuesta, hizo un profundo silencio, el diálogo entre ellos quedó suspendido, pendiente y luego dejó el lugar.
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Pocos días después, el secretario del obispo llamó al cura temprano por la mañana. Pablo estaba dormido, le costó encontrar su celular en la atiborrada mesa llena de libros, llaves y remedios, hasta que luego de varios manotazos logró atender.
—Padre Pablo, el monseñor quiere verlo esta tarde a las cinco, venga sin falta —dijo el ayudante en tono imperativo propia de un discípulo obediente de la autoridad eclesiástica.
Cuando arribó, el episcopado estaba vacío, el último empleado había salido unos minutos antes. Tocó timbre y su superior le abrió usando el portero eléctrico. Pablo subió por las amplias escaleras hasta encontrar la secretaría del obispo en el segundo piso, entró, pero no encontró a nadie. Fue entonces que vio entornada la puerta que daba al despacho del obispo. Golpeó, y su jefe le dijo que pasara.
—Pablo, he pensado mucho su caso. Entiendo que usted no tiene remedio y no me quedan muchas opciones para darle, pero, para que pueda seguir con su vida que, dicho sea de paso es un tema vox populi, debe irse a ejercer su ministerio fuera de la ciudad. Existe una vacante en Villa Totoral. Creo que será un buen destino. No encontrará las facilidades de una gran ciudad, pero la vida pueblerina, la escases de recursos y un poco de aislamiento le vendrán bien. Entiendo de su arrepentimiento, de la confesión sincera de sus errores, pero no puedo ayudarlo más. He tenido varias denuncias por su accionar —dijo el prelado — Romina es hija del diputado Irós Padilla, mi amigo, al que le debo un cúmulo de favores, y me ha dicho que ella está dispuesta a todo. Incluso al aborto si usted la abandona. Esperemos que Dios nos ayude y ello no ocurra. Que la fe la ilumine, que encuentre el consuelo y la solución en el ámbito de su familia. Usted debe facilitar las cosas, ser sincero y debe dejarla, debe concluir con el tema.
Pablo asintió ante el enojo reiterado del obispo, sabía que no tenía alternativa. Bajo la cabeza, pidió perdón, lo saludó y salió. Bajó a zancos las escaleras de la casona del arzobispado, cerró la puerta del Obispado y, segundos después estaba en la vereda caminando. El aire estaba amable en la calle, a pocos metros de la salida se sacó el cuello clerical, desprendió el primer botón de la camisa. Pablo, de nuevo, era uno más caminando por la avenida Irigoyen.
—Adiós, padre —una joven bonita de minifalda que lo reconoció le dijo como saludo.
—Hola, muchacha. ¿De dónde la conozco? —respondió Pablo, y seguidamente se pusieron a conversar.