Conducía como si me dirigiera al Aeropuerto de Pajas Blancas de la ciudad de Córdoba desde el Barrio Observatorio. Venía manejando por la calle Santa Rosa para tomar la avenida Santa Fe. Fue ayer, 5 de enero del nuevo año, entre las cuatro y media y cinco de la tarde, con una temperatura exterior que marcaba el reloj del auto a treinta y siete grados. En el interior, el aire acondicionado estaba puesto en veinticuatro y respondía correctamente, mientras el ventilador producía una pequeña brisa refrescante que mitigaba el calor.
Cuando tomamos la avenida, girando a la derecha a unos 60 metros, entre los dos carriles marcados por las líneas blancas, observamos a un hombre mayor, parado, estático, mal vestido, con barba; quizás un indigente, o un mendigo como solíamos decir antes. Dada su actitud suicida —había mucho tránsito— cualquier persona conduciendo un auto podría atropellarlo. Estaba sin moverse, como esperando que alguien se detuviera para darle una limosna, aunque al estar en medio de la cuadra era poco factible. Como yo, otros también podrían pensar que estaba drogado o borracho. Como yo, otros no estaban dispuestos a parar con la inseguridad que vivimos en Córdoba.
El tránsito era pesado, lento, avanzaba a paso de hombre, quizás un poco más. Pronto nos acercamos a él en la medida que avanzaba el conjunto de autos. Yo estaba acompañado por mi hijo, sentado a mi lado, ocupando el asiento delantero derecho. Entonces, bajé la velocidad como para no atropellarlo y quedé expectante a sus movimientos. Apenas lo sobrepasé, lentamente, por el vidrio derecho veía cómo mi auto dejaba atrás la figura del hombre a un lado.
Fue entonces que apareció sorpresivamente una señora, con aspecto de ama de casa de unos cincuenta años, que cruzaba desde el otro lado, dispuesta a ayudarlo. Casi la atropello y, por puro reflejo, frené el auto, permitiendo que ella cruzara por delante de mí vehículo. Naturalmente, de mi boca salió una puteada contra ella por su cruce inesperado. Cuando la mujer superó el frente del auto, tomó del brazo al suicida, y yo aceleré suavemente para seguir. Hicimos un pequeño comentario con mi hijo sobre lo que le podría pasar a ese hombre y la imprudencia de la mujer, a quien por poco no atropello.
Y así, continuamos hacia nuestro destino. Cruzamos el puente sobre el Río Primero olvidándonos del incidente y charlamos sobre otro tema. El precio del dólar estaba en nuestras preocupaciones. Nos detuvimos en el semáforo en rojo para cruzar la calle Mariano Benítez, antes de llegar al Bulevar Castro Barros, y seguimos la marcha. Metros antes de llegar al bulevar, se repitió la escena, otro indigente apareció con igual aspecto y actitud, parado, estático, en medio de la calle. Sin pensarlo, le pregunté a mi hijo si era el mismo. La pregunta era tonta, estúpida, completamente irracional. No apareció ninguna señora y el hombre siguió en su actitud, que verifiqué en el retrovisor apenas avanzamos y lo dejé atrás.
Son varios los personajes de este relato y tengo varias preguntas sin responder. Mi hijo y yo somos los conocidos de esta historia. Sobre el primer y el segundo indigente, de ellos no sé sus nombres, son ilustres desconocidos, y de la samaritana tampoco conocemos su nombre. ¿Podría ser un ángel? No lo sé.
¿Qué historias habrá detrás de ellos? Es difícil saberlo, pero no puedo pasar por alto el valor de la mujer ante el peligro de un semejante. Cruzó la avenida para salvar al primer indigente y le pudo haber costado la vida.
¡Chapeau… señora… ! Su gesto nos hace pensar que los valores humanos todavía no están perdidos.
Pero, siendo honesto, me queda flotando la pregunta: ¿el segundo indigente habrá sido el mismo? Evitando pensar en cosas imposibles, me dije: ¡Son cosas de Mandinga…, hermano!
De vuelta a casa, ya había dejado a mi hijo en su destino. Observé cómo, parado en un semáforo, en la avenida Monseñor Pablo Cabrera, unos metros más adelante, a la altura del Barrio Las Margaritas, alguien rompía el vidrio de un auto estacionado y robaba una campera y sacaba un bolso de su interior. Cuando cruzó la avenida en situación de escape, un taxi casi lo atropella, pero en una maniobra peligrosa frenó. Un Volkswagen que venía detrás del vehículo amarillo, también lo hizo, dejando parte de sus gomas en el pavimento, evitando el impacto con el taxi por centímetros. La puteada del conductor del Volkswagen contra el taxista fue considerable; les aseguro que la escuché con las ventanillas cerradas.
Por supuesto, el nombre del ladrón y del taxista, y el conductor del auto también son desconocidos.
Mi hijo y yo vivimos en la Docta, entiendo también que el resto de los nombrados son vecinos de la Ciudad o viven cerca, y entonces me pregunto:
¿Estará Mandinga dando vueltas y los ángeles peleando contra Él?
No lo sé, pero les aseguro que es la realidad que nos toca transitar en las calles de Córdoba.