Juan y Pedro no eran amigos, la vida los juntaba. Ambos profesionales; Juan geólogo y Pedro ingeniero. Juan, con acento correntino que lo delataba, de tez obscura, había venido a Córdoba de estudiante y, como muchos otros, se quedó a vivir. Canoso, con pozos en la cara, manos gruesas, cargaba treinta años de profesión y se notaba. Pedro era un ingeniero joven, oriundo de Arguello, brillante en sus estudios, rubio, simpático y no muy alto como Juan. Tenía un mundo en potencia arrodillado a sus pies.
Ese día se sentaron juntos, uno frente al otro, se cruzaron con la vista, erguidos los dos en sus sillas. Juan contó una historia y fue -de a poco- derrumbándose, brotaban en sus ojos lágrimas de tristeza. ¡Vaya a saber cuál era la historia que contaba! Pedro, a manera de espejo, acompañaba su postura, copiaba los gestos de Juan y pude descubrir en sus ojos incipientes lágrimas.
Por última vez los miré a los dos, parecían padre e hijo, a pesar de sus notables diferencias. Juntos dejaron el cuarto. Había llegado el momento de que olvidaran el momento pasado.
Ya corría aire fresco por la puerta abierta.