La decisión de Elvira

Era una tarde de abril, obscura, cuando los primeros fríos de otoño habían llegado a Barrio Jardín. El lugar era  agradable hasta que caía la tarde y se ponía sombrío por la falta de luz.

Elvira caminaba volviendo de su trabajo y el la sorprendió. El violador fue un relámpago, la agarró irresistiblemente de un brazo y de un solo movimiento la entró en el garaje abierto de los Pardo. Hacía una semana que ellos no estaban. La tiró al suelo, rápidamente tapó los gritos de su víctima y la cacheteó malamente, ella sangraba por la boca. Luego, le abrió su abrigo, le rompió la camisa y dejó al aire sus senos. La volvió a golpear, amenazó con matarla, toqueteó  sus tetas y finalmente la penetró.

Nunca se conoció con certeza quién fue el violador, sólo se supo que era relativamente joven,  de unos treinta y cinco años, y pelo rubio. Elvira era una más de una lista incipiente de mujeres violadas.

A las pocas semanas Elvira sentía que estaba embarazada. El análisis fue  confirmación de su sospecha. Ella ya tenía un hijo y sabía lo que vendría. Su nombre era Juani y el de su padre: Alberto,  el primer novio de su  juventud.  Alberto era un hombre joven, tierno y sensible, bohemio e informal. Ella lo quería, pero sabía que era inmaduro e irresponsable y nunca le ofrecería seguridad.  Pasado el amor del amor, Elvira había  tomado conciencia de los riesgos de casarse con Alberto  y había decidido tener a Juani en soledad.  Sus padres, que no acordaban con el noviazgo habían aceptado el nacimiento del niño. Fue con disgusto y para evitar el alejamiento de Elvira que había amenazado con irse.

Esa  mañana, cuando les contó a sus padres del embarazo, la reacción fue terrible.  Apenas repuestos de la violación, no lograban entender ni nunca entenderían el tema del nuevo embarazo. La madre católica, estructurada, conservadora estaba alterada, ignoraba la realidad de lo que estaba sucediendo. Solo  balbuceaba expresiones incoherentes de sentido. En cuanto al padre, exitoso abogado del foro, un  egoísta, sin importarle mucho lo sucedido a Elvira,  quería salvar su buen nombre y honor. Sin mayores escrúpulos, su  único consejo fue abortar. Sugirió a Elvira  realizar un viaje,  y a la vuelta:  “Aquí no ha pasado nada”.

Al otro día, desesperada, fue a ver a su primo Daniel buscando consejo. ¿Abortar o no abortar era el dilema?  Daniel se había ordenado sacerdote. Elvira y el cura eran amigos de la infancia, tenían  la misma edad. Ella  pensó que el entendería su situación. Daniel, si bien compresivo y afectuoso, explicó  claramente su posición coincidente con la de la Iglesia. Lamentablemente no pudo con su genio  y no se privó  de dar clase magistral  sobre el tema. Olvidó que Elvira era su amiga y prima.

No conforme con la posición de Daniel, al otro día fue a consultar a su tío el Dr. Luis Rébora Sapia, jurista conocido y muy cercano a la familia. Había salvado a sus  padres del divorcio. Luis le explicó todos los pasos legales,  los términos de los derechos que tenía ante la delictuosa situación de la violación, el posible accionar de la policía, los derechos del padre para con su hijo en caso de que los pretendiera,  la legislación vigente sobre el aborto,  esbozó sus posibilidades como madre y hasta los derechos hereditarios de su futuro hijo.

Gerardo Stuckalisky fue su próxima  visita, médico siquiatra, agnóstico, erudito,  había atendido a Elvira como consejero psicoanalista en sus épocas de crisis, por ejemplo; cuando sus padres estuvieron por separarse. Gerardo fue claro, su posición era   el aborto, como buen amante del evolucionismo y la antropología.

Si estaba confundida, sus entrevistas la habían confundido más. Turbada, cambiada, trastocada ante tanta hipocresía,  estaba asqueada del discurso fácil de las palabras hechas. No pudo más y vomitó la poca comida que tenía su estómago. Su bilis era ácida, amarga  y cayó tendida en su cama fruto de las fatigantes e interminables arcadas. Durmió hasta el otro día.

A la siguiente  mañana se levantó mejor. Marga, su amiga de siempre, se había tomado el día para estar al lado de Elvira. Caminaron juntas, charlaron, rieron forzadamente sobre antiguas picardías, hasta simularon disfrutar los colores dorados del otoño. Almorzaron ligero,  en la vereda soleada del Chantecler,  un bar de la avenida Córdoba. Tomaron café  hasta que se impuso la dura realidad del presente de Elvira. Marga sugirió, inteligentemente, buscar y acudir a la experiencia de dos mujeres que habían sufrido el mismo problema. Una  que hubiera  decidido abortar y otra que hubiera decidido tener a su hijo. Elvira tenía que tomar una decisión pronto.  El horror y las sensaciones de la violación habían dado  paso a la verdad de una incipiente panza.

Marga se encargó de todo, buscó y habló con las mujeres violadas y las convenció de hablar con Elvira y la primera reunión se concretó a pocos días. Ambas posiciones eran nobles y humanas. Tratando de identificar las causas de una u otra decisión, quedaba evidente que  los motivos se encontraban en el pasado de las desafortunadas. La primera, mujer humilde, había sufrido mucho; su padre había sido un pobre ignorante que la maltrataba, sin sostén económico, no quiso seguir con la  herencia de desgracias de su vida. Luego decidió cortar la historia de infortunios y su decisión fue el aborto.

La otra, una mujer sencilla, no muy agraciada, había quedado sola  después de la muerte de sus padres. Ella había decidido tener su hijo. Se la veía feliz, aunque siempre estaban presentes las consecuencias psíquicas de su violación. Además, contaba que veía  las facciones del violador irremediablemente en su hijo.

Elvira estaba en un callejón sin salida. Los pensamientos oscilaban de un lado al otro. Mil por el sí y mil por el no. Quería profundizar las razones más convincentes  y su mente derivaba en  un mundo de ambigüedades.

El hijo de Elvira tenía cinco años en el momento de la violación, era un niño feliz y tranquilo, había heredado los genes del padre. Esa tarde se acercó tiernamente al lado de su mamá y al verla triste, le preguntó:

-¿Mamá que te pasa que estás triste? -, balbuceó Juani

-Mamá está pensando en que tengas un hermanito- contestó Elvira.

Y siguió preguntándole a Juani:

¿Te gustaría tener un hermanito? –

-Si-  Juani contestó. Y agregó: “¡Qué contento que se pondrá papá!”

Elvira no supo que contestar.

A pocos meses del terrible hecho Elvira se fue de la casa de sus padres. Alquiló un pequeño departamento.  Alberto era un excelente padre y se lo veía muy compañero  con Juani, siempre lo visitaba. Rigurosamente todos los sábados pasaba a buscar a su hijo y de paso intercambiaban gestos y algunas palabras amables con la madre. Alberto, aunque no lo confesaba, seguía queriendo a Elvira.

Con el tiempo volvieron a ser pareja, en principio bajo el principio de cama afuera.  A Elvira le costaba tener relaciones sexuales normales, el recuerdo de la violación la turbaba. A los dos años decidieron vivir juntos. Poco después quedó embarazada y tuvieron a Verónica, una hermosa niña muy parecida a Alberto. El tiempo del embarazo no fue fácil, el recuerdo del aborto del mal venido estuvo siempre presente en su embarazo. Sin embargo, cuando nació la niña con su ternura, poco a poco la vida de Elvira fue cambiando.

Desde aquel desgraciado momento, había pasado mucho tiempo, los dos hijos eran  grandes.  Juani  se había recibido de médico y Verónica estudiaba administración.

En una mañana fresca de abril, la iglesia desbordaba, el primo Daniel les preguntó la fórmula de rigor,  Elvira y Alberto sucesivamente dijeron que sí. Mutuamente se aceptaron ante  Dios y la Iglesia.  Sus dos hijos fueron los  testigos del casamiento y firmaron el acta del matrimonio.

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