Nicolás: ayuda al destino a sonreír

La biblioteca Woolbright era la segunda en importancia de Boston. La primera estaba en Harvard. La mayoría de sus libros eran novelas, libros de filosofía e historia, muchos de ellos antiguos. Nicolás Santino apenas entró, se sintió como en su casa. Buscó los anaqueles correspondientes a libros de filosofía oriental. Quería leer sobre el papel del destino y como jugaba en el desafío que iba afrontar. El día anterior se había postulado para director de orquesta de la sinfónica local.  El viejo director ruso, Víctor Igor Cheviizky, se retiraba después de 18 años de éxito continuo.

Su inseguridad  y  baja autoestima  lo traicionaba una vez más jugando en su  contra.  Él siempre había deseado ser director de una gran orquesta y por primera vez estaba a punto de lograrlo; ¿Sería el momento?

El primer libro que encontró le mostró el significado de la palabra que lo tenía en vilo. La definía como:

“El destino -también llamado fátum, hado o sino-  es el poder sobrenatural inevitable e ineludible que, según se cree, guía la vida humana y la de cualquier ser a un fin no escogido de forma necesaria y fatal”

Esta vez; ¿Podría vencer la fatalidad que señalaba el libro? Él nunca había estado predestinado a nada.  Siempre había sido despreciado por chicano, y habitualmente era  declarado culpable por portación de rostro; su pelo negro, piel obscura y ojos achinados lo vendían. Hijo no reconocido de gringo y madre mexicana,  hasta la familia de su padre, simples vaqueros americanos,  lo despreciaban. Trajo a su memoria  el momento cuando quiso conocer a sus tíos y le cerraron la puerta en su cara.

Sin embargo, su vida había sido dedicada a  la música. Recordó las clases de piano cuando era pequeño y cada una de las lecciones de su madre. El conservatorio, los años de solfeo, los días de dedos y muñecas  doloridas,  el aprendizaje de otros  instrumentos, los estudios de musicalización y armonía. Recordó la primera orquesta de barrio que dirigió.

Y ahora, después de tantos años, el triunfo estaba cerca. El director ruso había aceptado su postulación, pero competía con Jhon Mc Guire, primer  violinista y ayudante de Cheviizky. Los integrantes de la orquesta  hablaban que Jhon era “el elegido” para director.

¿Podría  luchar contra su karma, contra las fuerzas del destino, y vencer al gringo? Que diría la prensa, sus seguidores, sus colegas del teatro y  conservatorio, ¿Aceptarían a un pie mojado de director?

No conforme con la definición  desalentadora del primer texto, siguió buscando  y encontró un antiguo libro de tapas duras y  lomo escrito en filetes de oro. El título le llamó la atención: “La sonrisa del destino”, decía el grabado en la tapa de cuero. Empezó a hojearlo con fruición, su respiración se aceleró, y le pareció encontrar el halo de esperanza que necesitaba.

Esa noche de enero hacía frío en Boston, el día anterior había nevado. El Teatro estaba totalmente colmado. Cheviisky había elegido para Nicolás Santino la ópera “Bomarzo” para la audición, obra desconocida en Boston de autor argentino. En la sala el aire estaba templado, y poco a poco el público asistente fue ocupando su lugar.  En las filas del centro estaba el viejo director ruso de barba y pelo blanco con su cara rígida e inexpresiva. Su tez blanca, el viejo saco gris y el largo moño negro prendido a la camisa blanca, eran inconfundible. A su derecha:  Jhon Mc Guire.

Se oía el murmullo de la charla de la gente hasta que, de pronto, se desvanecieron las luces suavemente y se abrió el telón. Se produjo un profundo silencio y empezaron  los  primeros acordes de la orquesta.

En ese momento la cabeza de Nicolás bullía, estaba solo frente  al escenario.  Recordó  una a una las horas de ensayo que habían pasado; los días de jornadas de trabajo extendidas, las noches  sin dormir. Recordó cuando se desmoronó todo con la enfermedad de la soprano, hasta que  apareció María; la joven de voz maravillosa, pero sin experiencia, y que, sin mucha opción, debió apostar por ella.  Pasaron por su cabeza en segundos horas enteras. Pero ahora estaba parado al frente de la orquesta, acompañado únicamente por su batuta. Era el momento: hoy estrenaba Bomarzo y todas las cartas habían sido jugadas.

En el intervalo del segundo acto, buscó la opinión de sus compañeros, pero no obtuvo  información  que lo ayudara. Más bien, alguna respuesta le generó más dudas y temor. En el último acto,  pasada el aria, seguía sin sentir ningún indicio de éxito o fracaso.  Mirando al público, solo observó un respetuoso silencio, una especie de vacío y caras inexpresivas en las plateas del teatro. Sólo sentía los acordes de sus músicos. Pero su inseguridad lo abrumaba, lo comía por dentro, y  sintió su cuerpo bañado en sudor frío. Hasta que al fin, después de unos interminables minutos, bajó el telón.

Pasaron segundos eternos hasta que alguna persona se dignó aplaudir. Poco a poco, otros se sumaron, hasta llegar a  una gran ovación que llenó el espacio del teatro. Se pusieron de pie y no dejaban de aplaudir,  mientras gritaban: ¡Bravo, bravo,…, bravo!  Los artistas lo reclamaron en el escenario. La gente siguió con el aplauso. Jhon Mc Guire, que había dado su audición el día anterior, se sintió derrotado y  le informó al ruso de su resignación a la postulación. El viejo director sonrió y asintió. Nicolás Santino, sin duda, era el nuevo director

Todavía le  temblaban las piernas. No podía creer lo que le pasaba, le costaba mucho comprender. Solo atinó  a saludar inclinando su cabeza y  empezó, por lo bajo a sonreír. Entonces, recordó las palabras del antiguo libro de la biblioteca Woolbriht:

“Ayuda al destino a sonreír”.

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