La amante inesperada

Desde el entierro de Juan habían pasado tres semanas. Esa mañana volví a ponerle  flores en su tumba. Los pimpollos que llevaba estaban sufriendo el calor y desprendían un olor fuerte. En el horizonte el aire reverberaba sobre el pasto húmedo. Soplaba el viento caliente del norte. Fui a buscar agua y mojé las flores apagando su tufo. Llené los floreros con agua y las puse. Pasaron unos minutos y no pude evitar la caída de unas lágrimas. Me saqué los anteojos negros y sequé mí rostro. Recé unas oraciones y cuando me di vuelta para irme, ella apareció.

Más joven, aunque no muchos años menos que yo, vestía una camisa roja traslúcida que mostraba sus gigantescos senos, sostenidos por un corpiño negro a lunares blancos. Con la pollera roja, el conjunto hacían juego con los zapatos del mismo color. Ridícula, rubia teñida, inevitablemente vistosa y llamativa. Imposible no mirarla. Por un momento imaginé a Juan a mi lado recorriéndola con su mirada. A él le gustaba tener aventuras con mujeres ordinarias y de tetas grandes.

Apuré la marcha pero no me dejó pasar por el estrecho sendero de piedras lajas. Se interpuso de frente y me cerró el paso. Fue cuando se dirigió a mí:

—Che, amargada ¿Vos sos la infeliz que estaba casada con Juan?

Ignorándola, seguí caminando por la tierra, pero no pude con mi curiosidad y, unos pasos después de superar su línea, me paré y le dije:

—¿Y vos quién sos, vaca disfrazada de rojo?

—¿No te das cuenta quién soy?, “yuyeta” crespa y pelotuda? ¡Soy la amante de tu finado esposo! —me gritó fuerte.

Seguí caminando. Mis pasos se aceleraron, quería huir de esa situación. No podía creer lo que me estaba pasando. Viví una pesadilla, corrí hasta  llegar al auto y me puse a llorar. Luego de unas cuadras, tuve que parar, se me nublaba la vista. Respiré profundo, me recuperé, sentí una especie de alivio, casi de satisfacción. Me había escapado de ella.

Me costó mucho volver al cementerio. Era evidente que no quería encontrarme de nuevo con este personaje desagradable. Pasó mucho tiempo antes de poder ir. Mi madre me retó varias veces por no hacerlo.

—Pensá en los chicos, tenés que llevarlos a visitar la tumba de su padre —me dijo la última vez.

Gracias a Dios, cuando volví acompañada por ellos, no estaba. Hasta que una tarde en la confitería del shopping, mientras esperaba a una amiga, apareció por segunda vez.

Vestida de verde esmeralda, parecía una lora obesa. Esta vez pude ver sus ojos claros de aprendiz de bruja. Se paró frente a mí y, llamándome por mi nombre, me dijo:

—Ana, ¿no te interesa que te cuente mi historia con Juan? Él está muerto, pero… , ¡date el gusto!  Conocé quién era tu marido. Si yo me pusiera en tu lugar, a mí me haría bien conocer la verdad. Tengo mucho que contarte.

No supe qué contestarle, tampoco podía irme. Sentí calor en mi cara y ella siguió diciendo:

—No seas boluda, rehacé tu vida y dejame rehacer la mía. Hablemos.

—No, no ahora. Espero a una amiga —contesté trémula.

—Como quieras, seguí ignorando la realidad. En cualquier momento voy a tu casa y te cuento. Voy a ir cuando los pibes no estén, no te preocupes — Se dio vuelta y se fue.

*****

Una mañana de noviembre, llevé a los chicos a la escuela temprano. La noche había estado terriblemente calurosa y ellos acusaban el malhumor de no haber dormido bien. Pero, después de mucho renegar, los dejé en el colegio y me liberé. Me quedé sola en casa.

Había preparado el mate cuando sonó el timbre. Abrí la puerta y me encontré con la gorda. Fue el momento en que cometí la peor equivocación de mi vida: la dejé entrar.

Luego de contarme que estaba separada desde hacía años y  que el marido la había dejado por otra, pasó a contarme de su trabajo en la droguería. Que su jefe la acosaba y ella lo hacía sufrir llevando escotes amplios y haciéndolo desear. Después, me contó cómo lo conoció a Juan. Fue un día a comprar azufre para la fábrica en la droguería.

Siguió relatando sobre las sesiones de una secta satánica brasileña que frecuentaba. Me contó que sabía hacer brujerías, entre ellas; el mal de ojos. Completó su relato hablando de cómo gozaba con un joven estudiante. De cómo diferenciaba entre los hombres con quienes sólo tenía sexo y aquéllos a los que amaba. Luego comenzó con los detalles amorosos de su relación con Juan. No dejó pasar ninguna de las porquerías que hacían y yo, como boluda, la oía. Mencionó “el salto del tigre”, “la pasada feliz” y el “armónico pizarrón”, como parte de sus juegos. Y como si fuera poco, me tuve que aguantar que esta puta me dijera que él la quería más que a mí. Para rematarla, terminó diciendo que él estaba dispuesto a dejarme por ella.

Fue ahí cuando la furia me sobrepasó. Fui al baño y cuando volví, sin saber de dónde tomé fuerzas, me abalancé sobre ella. Le puse la toalla en su boca. Se sacudió bastante mientras la asfixiaba. La gorda transpiraba y se meneaba como un chancho hasta que quedó inconsciente. Les aseguro que me sorprendí del poder de mis duros huesos y músculos del tenis. Y claro que pensé en matarla, quería seguir, pero no pude, me dio temor. Pensé en los chicos, en como deshacerme del cadáver y me arrepentí. Cuando se despertó, estábamos asustadas las dos. La llevé a la fuerza hasta la puerta y se fue puteando, jurando venganza.

Pasaron unos días y  comencé a sentirme mal. Me dolía la cabeza y tenía ganas de vomitar. Pensé  que la gorda me había hecho brujerías. “¿Esa turra no me habrá ojeado?”, me pregunté. Y terminé en cama con fiebre, temblando. Esa noche tuve un sueño terrible: ella estaba frente al fuego. Del otro lado, un brujo. Al lado, Juan riendo junto a ella que clavaba alfileres sobre una muñeca que tenía puesta mi ropa.

A la mañana siguiente vino de nuevo, volvió a la carga. Tras la puerta, no paraba de hablar y me rogaba que la dejara entrar. Yo la miré fijo, por detrás del seguro. Y fue cuando ella me dijo:

—Andá a buscar la toalla de nuevo, flaca mosquita muerta hija de puta— me gritaba, mientras me provocaba. Observé unas agujas en sus manos y me dio miedo. Luego de forcejear, al fin, pude cerrar. No la dejé entrar y, luego de un rato de oírla chirriar, la amenacé de llamar a la policía y se fue.

Pasó mucho tiempo hasta que la volví a ver. Más de un año. Yo estaba con Pierre, mi nueva pareja, en un restaurante del centro. Fue cuando ella nos miró desde otra mesa. Estaba sola, con plumas y pintura de guerra. Se agachó para acomodar sus medias de malla negras y, de paso mostrar sus tetas a Pierre. El la miró y sonrió hasta que sintió mi patadón las canillas por debajo de la mesa. Ella se acercó, saludó, y me dijo que pronto iba a saber de ella. Cuando se fue, Pierre no podía dejar de pedirme explicaciones.

—Llevame a casa— fueron las últimas palabras que pudo obtener Pierre de mí esa noche.

*****

Eran días de calor, no había dudas que había llegado diciembre. El invierno había sido crudo, pero habíamos tenido una buena primavera y, con noviembre, la lluvia y las altas temperaturas habían vuelto. Hacía mucho que no iba al cementerio y decidí llegarme por la tarde, sería después de la siesta. Pensé que podría encontrarme con la gorda, también que era improbable que ella fuera de tarde. Ante la duda llamé a Esteban para acompañarme. Después del accidente estuvo conmigo y de ahí no nos separamos.  Le dije que solo sería un rato, solo dejaría unas flores, y nos quedaba de paso el cementerio antes de salir. Visitaría la tumba de mi marido —el padre de mis hijos— y luego la de Pierre. Mataría dos pájaros de un tiro, las lápidas estaban cerca.

4 Comments

  1. Jose, senti estar en las escenas de la Amante Inesperada. Estan muy bien descritas. No se si en el hablar cotidiano de las mujeres utilizan las mis palabras de los hombres. Esta bien balanceado desde el inicio, el climax que pondria donde trata de asfixiar a la contrincante. Lo que no capte muy bien es la conclusion.

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