Parecía un hombre común. Su barba blanca descuidada y el pelo corto al ras llamaba la atención. El resto normal; camisa a cuadros, vaqueros ajustados por un cinto negro y el cuero gris gastado cruzando la hebilla, sombrero de paja de alas anchas, anteojos culo de botella que ampliaban sus ojos claros de miope eterno. Su piel blanca, arrugada por el tiempo y suaves arañitas imperceptibles mostraban los finos caminos del recorrido de sus venillas en la piel.
Por las mañanas, luego del desayuno, salía a caminar y caminaba. Frío, calor, viento, lluvia, a él nada lo amedrentaba y caminaba. Dos a tres horas, caminaba.
Cuando veía el mundo pasar… ¿Qué pensaría su mente afiebrada? ¿Cuántos diálogos internos corrían como agua en torrente desbordada?
—Hola, niño, qué lindo eres, ¿Cuántos años tienes?
—Cuatro y me… —dijo el niño mientras señalaba con sus dedos la mitad de la mano.
—¿Te gusta el fútbol?
—Messi me gusta —respondió mientras señalaba con su trémula mano el diez de su camiseta azul grana.
—Hola señora, que lindos pechos tiene.
—Señor, señor, su edad ya no está para estas tetas— contestó la mujer, vestida de enfermera.
—Hola rosa, joven rosa, pimpollo lleno de perfume y color. Mira a tu alrededor y observa como las otras han crecido y abiertas muestran su esplendor. No dudes que pasará el inexorable tiempo. Mira, observa esa otra abandonada y mustia— Y la rosa, media enojada, viendo su destino, no contestó.
—Señora, señora, respete el semáforo antes de cruzar.
—Gracias señor —contestó altiva, mientras lo miraba con gesto sobrador. Él irguió su cuerpo ayudado por su brazo apoyado en la cintura. No quizo ser menos, levantó su cabeza en lento movimiento y después de ella, con el semáforo en verde, cruzó.
“Hola niña, joven mujer, camina despacio, no te vayas rápido, camina lento, quiero grabar en mis retinas tu hermosa figura”. Fueron los deseos agolpados en su cuerpo ante la exuberante visión. Luego, quiso evitar sus pensamientos de bestia, y se dijo: “Qué sucias e imposibles ideas pensamos los viejos”.
—Hola, Sara —dijo Don Pedro frente a la hermosa mansión que señalaba su nombre en una placa atornillada al portal.
—Cómo está don Pedro, ¿paseando de nuevo? Siempre lo espero de mañana.
—Sí Sara, no puedo dejar de verla. Es un placer ver los tibios marrones del roble en sus ventanales, las curvas sobrias de estilo Tudor de su forma, las perspectivas infinitas de sus torres, las tortuosas y laberínticas curvas de las herrerías negras. La estirpe de los artesanos que en su seno trabajaron en tiempos pasados que –como aquellas golondrinas– no volverán.
—Gracias, amigo por tan lindas palabras. Lo espero mañana —contestó la casa, mientras mostraba agradeciendo los brillos rojos de luz cayendo sobre las Santas Ritas.
—No puedo ir mañana al teatro —oyó que balbuceó una joven pasando a su lado apresurada.
—No le entiendo—le dijo Don Pedro creyendo que le hablaba a él. Mientras ella lo ignoraba y superó la línea de su paso hablando por celular.
Y siguió caminando. Despacio. Escuchó las fuentes de la placita cantar. Observó con desdén a una señora teñida que en las raíces de su pelo mostraba nacientes grises y blancas. Vio su tez estirada por miles de cirugías, su cuello arrugado y la odió. “Es vieja como yo”, razonó Don Pedro.
Luego, acarició a un perro y el perro lo lamió. Les aseguró que los ví hablar entre ellos.
Cuando la vio, apresuró el paso hasta que la alcanzó. Le toco la espalda y le dijo:
—Hola Analía
—Está confundido señor, así no me llamo— contestó la mujer.
—Perdone joven, es parecida a mi hija Analía con mi nieto. Hace mucho que no los veo —dijo Don Pedro mientras la desconocida se alejó, con miedo, empujando el cochecito con su bebé.
Y siguió caminando, observando, de vez en cuando, los dibujos que hacían los árboles cuando miraba al cielo. Saludó al barrendero que le respondió con amabilidad. Se paró frente a la vidriera de la bombonería, sintió la saliva en su boca. Miró en el vidrio una imagen de un viejo y no se reconoció.
Siguió caminando y viendo un joven tatuado, con campera negra, rapado a medias, con aros de plata en nariz y orejas, no pudo evitar mirar para atrás hurgando su propio pasado y las locuras de juventud. Entonces se lamentó de haber perdido tanto tiempo aprendiendo a ser lo que no se es.
—Hola Don Pedro, ¿Cómo está Usted? Hace mucho que no lo veo— dijo el vecino— ¿De dónde viene?
—De la panadería, don Juan. ¡Que gusto verlo! Es poco común encontrarlo en el barrio a esta hora–dijo Pedro.
—Es cierto, estoy en la escuela al mediodía, pero hoy es el día del maestro y no fui a trabajar. Estoy de festejo.
— ¡Qué bueno que esté descansando! Yo también hoy no trabajo, en fin, para mí todos los días son feriados—dijo Pedro sonriendo.
—Entiendo, pero… querido amigo, su casa queda del otro lado —sí viene de la panadería— se pasó.
—Gracias Don Juan por decírmelo, ahora entiendo por qué me sentía cansado. Aunque, a decir verdad, no tenía ganas de llegar. Duele la soledad —contestó Pedro y sin cambiar la dirección dejó a su amigo y siguió caminando.
Su mente afiebrada quería seguir viendo el mundo pasar, mientras caminaba y caminaba, sin llegar.